11/6/09

La Regenta, La obra de la semana





Santiago Rusiñol i Prats

Ana se sentía caer en un pozo, según ahondaba, ahondaba en los ojos de aquel hombre que
tenía allí debajo; le parecía que toda la sangre se le subía a la cabeza, que las ideas se
mezclaban y confundían, que las nociones morales se deslucían, que los resortes de la
voluntad se aflojaban; y viendo como veía un peligro, y desde luego una imprudencia en
hablar así con don Álvaro, en mirarle con deleite que no se ocultaba, en alabarle y abrirle el
arca secreta de los deseos y los gustos, no se arrepentía de nada de esto, y se dejaba resbalar,
gozándose en caer, como si aquel placer fuese una venganza de antiguas injusticias sociales,
de bromas pesadas de la suerte, y sobre todo de la estupidez vetustense que condenaba toda
vida que no fuese la monótona, sosa y necia de los insípidos vecinos de la Encimada y la
Colonia...
Ana sentía deshacerse el hielo, humedecerse la aridez; pasaba la crisis, pero no
como otras veces, no se resolvería en lágrimas de ternura abstracta, ideal, en propósitos de
vida santa, en anhelos de abnegación y sacrificios; no era la fortaleza, más o menos fantástica,


Ken Howard

de otras veces quien la sacaba del desierto de los pensamientos secos, fríos, desabridos,
infecundos; era cosa nueva, era un relajamiento, algo que al dilacerar la voluntad, al vencerla,
causaba en las entrañas placer, como un soplo fresco que recorriese las venas y la médula de
los huesos.



Ken Howard

«Si ese hombre no viniese a caballo, y pudiera subir, y se arrojara a mis pies, en
este instante me vencía, me vencía». Pensaba esto y casi lo decía con los ojos. Se le secaba la
boca y pasaba la lengua por los labios. Y como si al caballo le hiciese cosquillas aquel gesto
de la señora del balcón, saltaba y azotaba las piedras con el hierro; mientras las miradas del
jinete eran cohetes que se encaramaban a la barandilla en que descansaba el pecho fuerte y
bien torneado de la Regenta.
Ahora, al sentir revolución repentina en las entrañas en presencia de un gallardo jinete, que
venía a turbar con las corvetas de su caballo, el silencio triste de un día de marasmo, la
Regenta no vaciló en creer lo que le decían voces interiores de independencia, amor, alegría,
voluptuosidad pura, bella, digna de las almas grandes.
Sus horas de rebelión nunca habían
sido tan seguidas.
Desde aquella tarde ningún momento había dejado de pensar lo mismo; que
era absurdo que la vida pasase como una muerte, que el amor era un derecho de la juventud,
que Vetusta era un lodazal de vulgaridades, que su marido era una especie de tutor muy
respetable, a quien ella sólo debía la honra del cuerpo, no el fondo de su espíritu que era una
especie de subsuelo, que él no sospechaba siquiera que existiese; de aquello que don Víctor
llamaba los nervios, asesorado por el doctor don Robustiano Somoza, y que era el fondo de su
ser, lo más suyo, lo que ella era, en suma, de aquello no tenía que darle cuenta.

«Amaré, lo
amaré todo,
lloraré de amor, soñaré como quiera y con quien quiera; no pecará mi cuerpo,
pero el alma la tendré anegada en el placer de sentir esas cosas prohibidas por quien no es
capaz de comprenderlas».



Vera Rockline
Dos fragmentos de La Regenta
Del capítulo I
Del capítulo XVI
Leopoldo Alas, Clarín